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domingo, 29 de noviembre de 2015

El pesimismo cristiano, el sorteo y la libertad de los antiguos: una nota filosófica


La vida, es obvio, no era sencilla para un estoico: la actitud filosófica exige prepararse para un entorno repleto de individuos amenazantes. Es verdad que el estoico considera que Dios tiene un plan de conjunto en el que entra la naturaleza entera -incluidos todos los individuos y por supuesto él-. Carece, por desgracia, de comprensión completa de ese plan y debe por tanto resignarse a actuar según lo que tiene a mano, su propia naturaleza, capaz de contribuir con sus acciones, cualquiera sabe cómo, al plan de conjunto.
Esa naturaleza es buena, de hecho podemos llegar a vivir pendientes únicamente de las satisfacciones que nos proporciona; incluso cuando nos cupiera en desgracia existir rodeados de demonios -algo que procede del plan divino y que queda fuera de nuestro alcance individual.
Todo lo cual va a cambiar con el cristianismo. El estoico persigue la calma y encuentra el refuerzo de su compromiso con el mundo trabajando cuanto queda a su disposición, que puede ser poco, pero es… La injusticia puede ser una obstáculo para probarnos que somos más justos, para que por medio de nuestras acciones introduzcamos bondad y belleza en el mundo. Con la concepción cristiana del mundo, la naturaleza humana se encuentra mancillada por el pecado original.
Es verdad que la idea del destino divino no es cristiana. Pero en Grecia actuaba dentro de otra lógica de conjunto. La mancha de Edipo fue su tiranía, fruto de que era un personaje extraordinario, tanto para lo bueno como para lo malo. Como buen tirano sucumbió a la paranoia agresiva y tenía a cada igual como un competidor. Un cristiano, sin embargo, no puede encontrar de nuevo su camino por medio de una acción terrible pero responsable -vaciarse los ojos, volver al camino en el que, a las afueras de Colono, será recibido por Teseo-. El cambio solo puede venir de la gracia divina. Así lo estableció Agustín de Hipona en el siglo IV. La cultura grecorromana confiaba aún en que la vida interior puede remodelarse; para la Grecia democrática y para el republicanismo romano también la exterior. Para un cristiano resulta imposible: la corrección violenta es lo único capaz de meter en vereda a un hombre que sin asistencia divina es fuente inagotable de podredumbre. Será esta noción la que heredará el pensamiento moderno, la de un hombre al que sólo el miedo puede convertir en alguien tratable.[1]

La participación política no puede ser solución para nada. Si el problema de Edipo -según la lectura de Jean-Pierre Vernant y que sigue Foucault[2]- fue ser un tirano, era porque había otra forma de gobernar que podía salvar a Tebas: en esa forma de gobernar dos humildes esclavos, sin más ayuda que su testimonio y su visión, podían hablar sin miedo y coincidir con la versión de los dioses.  El mensaje de Sófocles estaba claro: entre Corinto y Tebas la verdad llegó y no venía de los reyes, sino de dos testigos. Para la visión cristiana del mundo, no puede tratarse de ampliar lo que debe ver y lo que debe decirse. Si del mundo procede algo bueno sólo es por una razón: porque Dios se imponga violentamente sobre nosotros o, milagro, porque decida iluminarnos con su Gracia.

Cuando se recupere la concepción clásica de la libertad, en las ciudades italianas del fin de la Edad Media, la participación política se convertirá de nuevo en una posibilidad que saque lo mejor del ser humano.[3] En ese contexto, los ideales cristianos son aceptados pero alterados internamente por una concepción grecorromana. Agustín de Hipona consideraba que buscar el elogio y el reconocimiento era algo “pestilente”. ¿Cómo defender desde tal perspectiva que el compromiso público, que el acceso a los cargos políticos es algo que puede sacar lo mejor de nosotros? La participación política no puede defenderse si no se considera virtuoso perseguir el elogio público.
Evidentemente, la corrupción existe y la política puede ser un dominio para los salteadores y los malvados. La clave es que una de las grandes tareas de los humanos se encuentra en impedir que lo consigan. En ese contexto se entiende la admiración por la República de Venecia (que perduró entre el siglo IX y el siglo XVIII), encarnación según muchos de un régimen mixto aristotélico en el que se combinan elección (componente aristocrático) y sorteo (componente democrático), lo cual contribuyó a su estabilidad y a proteger la libertad. No sólo por Venecia. Por ejemplo, durante la rebelión de las Comunidades de Castilla del siglo XVI, el ejemplo fueron las ciudades italianas. La visión del mundo era cristiana pero completamente retrabajada por una concepción clásica griega. La Comunidad de Jaén escribía en 1520 que la voz del pueblo era la de Dios.[4] Si la interpretación de Vernant y Foucault sobre Edipo Rey es aproximadamente correcta, Sófocles estaba diciendo algo parecido a través de los esclavos de Corinto y Tebas
Inspirándose en la historia de la República de Roma, Maquiavelo convirtió el conflicto político en garantía de la libertad. Gracias a tales conflictos podía depurarse los intereses puramente faccionales y fue por ellos por los que pudieron hacerse leyes beneficiosas para el pueblo en su conjunto. Maquiavelo acusó al cristianismo de favorecer el mal al despreciar el compromiso público; como otros contemporáneos suyos Maquiavelo admiraba en la religión antigua la capacidad contraria de impulsarnos a la vida común, institucional. De ese modo, los cristianos, con su resignación y apatía, permitían paradójicamente el imperio del Demonio.



Me parece que sin este marco cultural no podemos entender alguna de las resistencias que despierta hoy la participación democrática en general y el sorteo en particular. La primera resistencia se intuye tras el desprecio a que cualquiera pueda ejercer actividades políticas: los zapateros a sus zapatos, qué pueden saber ellos sobre los asuntos políticos. Y, ¿quién sabe de ellos? La gente preparada, tocada por ese nuevo avatar de la Gracia divina que es el conocimiento (conocimiento de qué, es otro cantar). Cabe ver la idea típicamente agustiniana de una naturaleza inferior e incorregible no tanto en la constatación de que existen diferencias, sino en la idea de que esas diferencias no pueden y deben ser corregidas facilitando el acceso a las responsabilidades públicas. El mundo en el que se desenvolvía Maquiavelo era distinto. Resultaba normal que al final del siglo XV se disputase en la República de Florencia sobre qué cargos políticos debían quedar más abiertos al azar y cuáles restringidos a la elección. Entre partidarios y detractores del sorteo, se compartía la idea republicana de que la naturaleza humana es perfectible y la vida política contiene los elementos adecuados para dicha perfección. Únicamente se discutía -véase el dialogo de Francesco Guicciardini[5] dedicado a la cuestión de cómo seleccionar los cargos públicos- sobre si la competición por el voto infundía más virtud cívica que la selección aleatoria o viceversa.
Ortega sostenía que los pueblos conservadores eran muy tendentes al burlarse de las innovaciones, sobre todo si estas venían del pasado. Algo central del temperamento reaccionario español lo impulsa a una adoración vacía del pasado, del que no pretende sacar lección alguna para la vida presente. El reaccionario “arranca [el pasado] de la esfera de la vitalidad, y, bien muerto, lo sienta en un trono para que rija nuestras almas”.[6] Esa mirada melancólica hacia el ayer resulta, me parece, de la visión agustiniana de lo humano. La contraria, la que floreció en las ciudades italianas y españolas a finales del Medievo y comienzos del Renacimiento, exige vivificar nuestra existencia con lo mejor del pasado. La idea de que hay que favorecer el acceso a la participación política como fuente de desarrollo personal y colectivo se asume en los discursos oficiales de nuestras democracias modernas; oficiosamente todo el mundo se burla de la promoción de quienes no están seleccionados por los mecanismos de la oligarquía partitocrática. Cada defensor de la vanguardia (hoy no se puede… mañana tal vez… y ese mañana es nunca) cree que habla por boca de Lenin pero repite como un sonámbulo las creencias de San Agustín… si es que tras el Lenin vanguardista y dictatorial no dormita también el santo de Hipona.




[1]Sobre lo dicho véase el trabajo de Antoni Domènech, De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte, Barcelona, Crítica, 1989, capítulos III y IV.
[2]  Véase Miriam Leonard, Athens in Paris. Ancient Greece and the Political in Post-War French Thought, Oxford University Press, 2005. De haber conocido este apasionante libro -cuyo conocimiento agradezco a Arnault Skornicki- alguna cosas habrían cambiado (empezando tal vez por el título…) en mi texto “Pericles en París”. Daré cuenta de todo ello en un libro en preparación. 
[3] Sobre lo que sigue véase Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. El Renacimiento, Madrid, FCE
[4] Joseph Pérez, La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521), Madrid, Siglo XXI, 1977, pp. 516-518.
[5] Al respecto Olivier Dowlen, The political potential of sortition. A study of the random selection of citizens for public office, Exeter, Imprint Academy, 2008 e Yvès Sintomer, “De Leonardo Bruni à Francesco Guicciardini. Actualité del’humanisme civique ?”, Raisons politiques, nº 36, 2009. 
[6] José Ortega y Gasset, Meditaciones del QuijoteObras completas, Tomo I, Madrid, Taurus-Fundación Ortega, 2004, p. 759.

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